Hace muchos años que estoy alejado de los sentimientos religiosos, los perdí y ya no me es posible volverlos a tener. Soy de esos ateos que de alguna manera somos panteístas y encontramos en la naturaleza la única forma de deidad que podemos sentir y aceptar.

Pero una vez fui católico y mucho. En mi niñez ayudaba a las misas del colegio y me sabía la misa en latín. Los domingos me divertía ayudando en la Catedral de Piura, en la misa de 7pm, me gustaba estar en el altar con la iglesia llena, sentía que era importante lo que hacía, la fe en masa es una energía que se siente. 

Yo era un niño y no solo creía en Dios y en la Virgen y en casi todos lo santos, si no que lo sentía en forma pura, sincera. Cuando comulgaba ahí de rodillas, en el altar inmenso y dorado, con el olor de las flores y el sahumerio, lo hacía con mística, con verdadera fe. Aún ignoraba qué era la Iglesia Católica y las demás iglesias y en lo que se habían convertido las religiones, y tampoco sabía nada acerca del mundo material y lo que en verdad es la vida.

Entonces las fiestas de Navidad eran eso, una fiesta, de religión y de fe. En mi barrio, como en todo Piura, las familias hacíamos nacimientos. Nos preparábamos desde noviembre sembrando maíces en latas de leche y volviendo a juntar las cajas con las que armaríamos la montaña de papel donde ubicaríamos la casita con el niño y toda la escenografía. Era bonito, a pesar que ayudábamos a los parientes y amigos a hacer el suyo, de alguna manera también competíamos, algunos hacían nacimientos tan impresionantes que ocupaban casi toda la sala de la casa. Los grandes animadores eran los Flores Ruidías y los Reusche Lari, era imposible competir con sus nacimientos, además eran familias más numerosas que la mía y todos participaban.

La gran entusiasta en nuestra familia era mi madre Victoria, con ella, mi hermano Roberto y Maruja, que era como de la familia y nos criamos juntos –era la hija menor de Inés, quien trabajó en la casa de mi padre desde adolescente y era también casi parte de la familia porque creció con él y sus hermanas-, pintábamos los papeles que simularían una montaña verde. Hacíamos estampados sobre este papel grueso marrón, con cernidores de tela alámbrica y un cepillo de dientes con los que también creábamos mariposas y flores de papel que luego pegábamos. Las tintas eran anilinas que preparábamos también en la casa. Gracias a la forma de las cajas tenía planicies donde colocábamos nuestras figuras y nuestros sembríos. No podía faltar el espejo que simulaba la laguna donde poníamos los patos, barquitos de papel y animales alrededor. En la cumbre tenía que estar la estrella de Belén.

En el nacimiento colocábamos todo lo que era posible, no solo los animalitos y figuras de pastores, también ponía mi colección de soldados de plomo con uniformes del siglo XIX y un batallón del ejército inglés de fierro, con sus cañones, Jeeps, carpas, soldados con diferentes posiciones de armas, etc. Sabía que eran ingleses por la forma de sus cascos. Tenía también su campamento con carpa de la “Cruz Roja”. Era completo.

Según he sabido por Javier Luna Elías –que es un “nacimientólogo”- en Piura nunca supimos que con estos nacimientos nuestras familias criollas estaban recreando la tradición indígena que empezó en los primeros años de la conquista española con la cristianización. La fiesta cristiana del Nacimiento, creada por el italiano Francisco de Asís, coincidió en fechas con la del Qhapaq Raymi, la fiesta del solsticio del verano en el hemisferio sur. Por eso la recreación de la Pachamama, el nacimiento de Dios en lo alto de la montaña, en el Apu de papel que año tras año reconstruíamos como un ritual en el que no podía faltar el espejo de la laguna, el culto al agua que da la vida, y la estrella de Belén brillante que en el imaginario indígena siempre estuvo la Chakana, la cruz celestial de nuestro hemisferio. Y nosotros, el pueblo representado por sus figuras con nuestros animales y todas nuestras pertenencias materiales que reproducen nuestras formas de vida, nuestras costumbres. Y en el centro de todo, el “Niño Dios”, el “Manuelito” que llaman en la sierra por ser “Emanuel” el nombre hebreo con que en la Biblia se anunció su venida y significa “Dios con nosotros”. Isaias 7:14; Mateo 1:23. 

El “Niño Dios” o “Manuelito” siempre fue el centro de la Navidad en el Perú porque en él está sincretizado el espíritu de los Apus de las montañas, que representan el espacio natural, la columna vertebral del origen de la Historia de nuestras culturas ancestrales, las que nos dan nuestra identidad como país.

Vivíamos a media cuadra de la Plaza de Armas y por lo tanto de la Catedral, íbamos a la Misa del Gallo y cuando volvíamos a casa ya los regalos estaban en nuestras camas. Uno que recuerdo mucho fue un enorme trompo de colores que al girar tenía música. Otro que recuerdo fue un oso que se servía en un vaso y tomaba Coca Cola.

Hubo una navidad en la que entre sueños “vi al Niño Dios” traerme mis regalos y los puso sobre mis zapatos, que previamente había dejado fuera de la habitación. Muy emocionado al día siguiente lo abrí y con la ayuda de mi padre lo armé, se trataba de un tren eléctrico, a pilas. Inmediatamente lo coloqué en el Nacimiento, en la parte de abajo. Era lo máximo, estaba feliz. Corrí donde el “Gringo” Reusche, que era mi vecino, para contarle de mi regalo y que el Niño Dios me la había regalado esa noche. Se vino al toque, y cuando lo vio me dijo que no podía ser porque uno igual vendían en la casa de la tía Yolanda Taiman. Yo me puse a llorar y le discutía que no podía ser, que “yo había visto al Niño Dios traerme el regalo”. El Gringo, se quedó medio callado y me dijo para ir a verlo a la tienda. Fuimos y verdaderamente allí estaba, igualito. Lloré desconsolado. Esa Navidad fue muy dolorosa porque perdí la inocencia de la creencia en el Niño Dios. Entonces supe que mi padre nos compraba nuestros juguetes en Talara, en el almacén de la International Petroleum Company, donde como ejecutivo de la Duncan & Fox tenía acceso a comprar. Eran los beneficios directos de la inversión extranjera. Lo gracioso fue que quien más disfrutó del tren fue mi viejo, le encantaba armarlo con todas sus rieles y estaciones. Siempre quise tener uno más grande, en forma de 8, de dos pisos.

Si bien nuestros nacimientos no eran tan grandes como los de mis primos los Flores, que ocupaban casi una habitación y llenos de cuevas y recovecos y muchas luces y animales; ni tan altos -hasta el techo- como le gustaba hacerlo a la Toña Reusche, nosotros hacíamos una puesta en escena en la que venían algunos parientes y amigas de mi madre. Ella nos disfrazaba de pastorcitos y nos enseñaba a cantar villancicos que había aprendido con las monjas que la educaron en Loja. He encontrado un par de ellos y cuando empecé a escuchar al primero lo tuve que parar porque no me pude contener de empezar a llorar, y me aguanté y me quedé en silencio con mis recuerdos, con mi niñez que parece detenida en el tiempo cada Navidad, que ya no celebro porque a pesar que no me puedo escapar a ella, esta de hoy con disfraces de Papa Noel y toda la parafernalia roja y verde me resulta muy ajena.


"Ya viene el niñito"

Letra de Juan León Mera

Música de Guillermo Garzón

"Romance de Noche Buena"

Letra de Gabriela Mistral.

Música de Don Medardo


No soy solo yo quien perdió la Navidad, nuestra Navidad. Nos la robó en su saco de mercader la bondadosa y bonachona imagen del mercado, la banalización y la extranjerización de la fiesta del nacimiento de nuestro Niño Dios, nuestro Niño Manuelito.

(La foto que presenta esta pequeña crónica es la del Manuelito de mi madre).